Crónica de nuestro retorno a la Ciudad Sagrada de los Incas

Hace doce años, a finales de 2001, visitamos Cusco, el "ombligo del mundo", por primera vez. Por aquellos días, una lluviosa capital del imperio del Tahuantinsuyo le abrió las puertas a tres poco experimentados turistas —a ti, a tu mami y a mí—; de hecho, si no fuera por tu tío-tatarabuelo Juani Valer, el viaje hubiera sido bastante más ajetreado de lo que fue. Con todo y la lluvia, el soroche y el tener que llevarte cargadita a todos lados, para todos fue una experiencia inolvidable.
Seis años más tarde, a mediados de 2007, luego de haber sido escogida, Machu Picchu, como una de las 7 Maravillas del Mundo, sentía que debía volver; pero esta vez, ya solo. Y así, a mis 33 años, emprendí un solitario peregrinaje de tres semanas por el sur del Perú: un breve aislamiento autoimpuesto para (intentar) encontrarle un sentido a mi vida. ¡Qué mejor lugar para comenzar esa búsqueda que la Ciudad Sagrada de los Incas!

Otros seis años después, para el verano de 2013, tú en plena adolescencia y yo entrando en la crisis de los cuarenta, se presentó la oportunidad de hacer un viaje juntos. Necesitábamos llenarnos de energía, reencontrarnos como padre e hija y, claro, limar algunas asperezas. Todavía te entusiasmaba la idea de viajar conmigo, así que había que aprovecharlo. A pesar de que los números ($) no ayudaban mucho y que, por tanto, íbamos a tener que gastar lo mínimo indispensable, decidimos volver.

Los previos

Teníamos disponible solo los cuatro días de Semana Santa, así que la idea original de irnos en bus —entre 20 y 22 horas de viaje terrestre— iba pareciéndome muy mala. Varias semanas antes, entonces, compré los pasajes aéreos (USD 240 c/u, ida y vuelta, vía LAN). Hasta ahí, ya estábamos en Cusco. ¿Pero cómo llegaríamos al pueblo de Aguas Calientes —punto de tránsito obligado para ingresar a Machu Picchu—? Pues de la forma más económica: el tren "local" (10 soles) desde Ollantaytambo. El problema era que esos boletos solo se vendían personalmente, in situ. Así que tendríamos que comprarlos llegando, el día jueves.

El tío-tatarabuelo Juani nos reservó hospedaje en Aguas Calientes (a 60 soles por una habitación con dos camas y baño privado). Allí nos quedaríamos por dos noches, para poder ingresar a Machu Picchu dos veces (el viernes y el sábado). Por todos los medios —y contactos familiares posibles— traté de conseguir las entradas a la ciudadela con la anticipación debida; no obstante, los boletos para estudiantes solo se podían adquirir "en persona" y con la documentación original que sustentase nuestra condición de estudiantes —el DNI en tu caso y, en el mío, el carnet universitario que me otorgara Centrum Católica—. ¡Ni modo: había que comprar los boletos cuando llegáramos a Aguas Calientes!

Jueves Santo

A las 3 a. m. sonó mi despertador. Te fui a levantar, y en veinte minutos ya estábamos rumbo al Aeropuerto Internacional Jorge Chávez. La comitiva familiar nos despidió en la puerta exterior (entrada de peatones), y con las mochilas en la espalda, caminamos hasta adentro. Como no llevábamos equipaje para la bodega del avión, pasamos al toque por el counter de LAN, y con toda la paciencia del mundo, nos fuimos a pasear por el modernísimo aeropuerto.

Mientras esperábamos que llamen para el abordaje, me sorprendió gratamente encontrarme con mi ex jefa (super-jefa), Mónica Miranda, que viajaba con su menor hijo a Ayacucho (ver la Crónica de nuestra Semana Santa en Ayacucho). Conversamos un ratito y nos deseamos mutuamente un buen viaje. De pronto, se escuchó el "Señores pasajeros, LAN anuncia la salida de su vuelo 2017 con destino a la ciudad del Cusco"... Yeah!
Aterrizamos en el "ombligo del mundo" cerca de las 7 a. m. A pocos metros de salir (caminando) del Aeropuerto Internacional Alejandro Velasco Astete, caímos en cuenta que nos encontrábamos a 3,309 m.s.n.m. Caminamos unas cinco o seis cuadras, a paso lento para que no nos choque la altura, hasta la casa del tío-tatarabuelo Juani. Allí nos recibió él muy cariñosamente, te reconoció sorprendido por lo grande que te veía (la última vez, tenías tan solo dos añitos de edad), y nos invitó un desayuno ligero —lo justo para iniciar nuestra aventura—.

¡¡Taxi!! Por cinco soles nos llevó hasta el paradero de los colectivos que iban hasta Ollantaytambo (a 12 soles por persona). Una hora después, ya estábamos haciendo la cola en la boletería de PeruRail; pero tuvimos que comprar los tickets para el tren "local" de las 12.30 p. m. Esperamos casi tres horas en los alrededores de la estación. Tú hiciste una amiga rápidamente: la gatita Molly. Un poco antes de la 1 p. m., abordamos el tren. Nuestro siguiente destino: Aguas Calientes.
Alrededor de las 3 p. m., llegamos por fin a "Machupicchu Pueblo" (a 2,040 m.s.n.m.), que nos recibía con un clima fresco y levemente lluvioso. Nos dirigimos hacia nuestro hospedaje, nos registramos y subimos a descargar las mochilas. A pesar de que estábamos cansados por el viaje, necesitábamos comprar los boletos de ingreso a la ciudadela para "respirar tranquilos". Caminamos hasta la Plaza de Armas, y allí nomás estaba el local del Ministerio de Cultura. Compramos las entradas (32 soles para el ingreso a la ciudadela y 46 soles para subir, además, a la montaña Huayna Picchu), y nos volvimos al hospedaje, ahora sí, a descansar un rato. Solo volvimos a salir para cenar (un chifa bien serrano... ¡buenazo!), y a dormir hasta el día siguiente. Nos esperaba un día realmente duro.

Viernes Santo

A las 6 a. m. las nubes todavía cubrían la vista de los apus protectores de Machu Picchu —al menos, desde la ventana de nuestra habitación—, así que volví a la cama. Ya casi a las 9 a. m., volví a chequear, y la cima del Putucusi ya estaba despejándose. Te desperté, nos alistamos para salir, y nos fuimos hacia el paradero de los buses para subir a la ciudadela. En el camino, mientras el bus ascendía por el serpentín, yo miraba los cerros forrados del verdor característico de ceja de selva, y recordaba la última vez que los había admirado así, desde la ventana de un bus muy parecido a ese.
Llegamos al control de ingreso, nos apuntamos con un grupo de turistas para tomar una guía, y juntos comenzamos a subir por las escaleras de piedra en dirección a la entrada de Machu Picchu. A pesar que era la tercera vez que tendría al frente mío la clásica vista de la ciudadela con el cerro Huayna Picchu detrás, no dejaba de sentir emoción, mientras subíamos, y ahora más aún, de que pudiera compartir esa experiencia contigo.

Siendo casi las 10.30 a. m., logramos ingresar a la Ciudad Sagrada de los Incas. Desde la zona exterior de las terrazas, el precioso paisaje apareció ante nosotros. Muy de reojo, observaba tus reacciones: asombro, satisfacción, alegría... se te veía contenta. Más tarde, tú misma lo describirías como "Sentí que estaba emocionada, porque era una maravilla del mundo, y aparte ya había ido de niña. Me sentí feliz. ¡Eso!" —¡Chess!—




La guía iba explicando los detalles de la arquitectura inca y sus antecedentes históricos, y sobre el descubrimiento de Machu Picchu, a principios del siglo XX; pero tú no dejabas de tomar fotos —y bueno, yo no dejaba de filmar... jejeje—, así que siempre andábamos rezagados del grupo.
Como a la 1.30 p. m., la guía terminó el recorrido, así que ambos nos alejamos hacia a la zona de terrazas de cultivo —desde donde se tenía una vista privilegiada del Putucusi—, y sacamos algunas galletas y frutas que tenía en la mochila. Nos echamos, luego, sobre la tierra, boca arriba, y disfrutamos, por un largo rato, del silencio de los andes.
Olvidé comentar que ese día por la mañana, antes de dejar el hospedaje, la dueña nos sugirió volver de Machu Picchu —hacia Aguas Calientes— ya no en el bus, sino a pie, a través de las graderías que cortan el serpentín. Nos dijo que no eran más de 30 minutos, así que me pareció buena idea. Cerca de las 2.30 p. m., comenzamos el descenso.

Si bien podría uno suponer que una bajada es más sencilla que una subida, mientras íbamos recorriendo el camino de piedras, escalón tras escalón, aprendí que no se debe subestimar el esfuerzo muscular que demanda bajar un cerro —lo que literalmente hicimos—. Tuvimos que hacer varias paradas para descansar, y en todo el camino, me reprochaste el haber hecho caso al "lindo consejo" de la dueña del hospedaje.

Finalmente, después de casi una hora y media, llegamos a Aguas Calientes, molidos de cansancio y deseando, solamente, irnos a descansar.

Cerca de las 7 p. m., nos fuimos en búsqueda de los famosos hot springs o "baños termales" —razón por la cual el pueblo se llama "Aguas Calientes"... Duuh!—. Tuvimos que caminar (más), como media hora de subida, llegamos al lugar, pagamos la entrada (8 soles y 5 soles, respectivamente) y nos dispusimos a relajarnos un rato.
Pero, ¡aguanta! ¿Y toda esta gente? ¿En qué espacio entramos nosotros? Las piscinas estaban atiborradas de turistas —parecían los altos de la Torre de Babel—. ¡Caballero nomás! Nos metimos un rato; el agua estaba bien calentita; nos reímos mucho; y a las 8.30 p. m., nos sacaron: ya era hora del cierre del local.

Luego de cenar un pizzita para dos (8 porciones más su gaseosa de litro, por 28 soles), volvimos al hospedaje. Por aquellos días, te habías obsesionado con la lectura del libro de Suzanne Collins, "Los Juegos del Hambre". Ya estabas a más de la mitad. Me explicaste un poco de qué se trataba, e incluso leí contigo algunas páginas, pero me moría de sueño. Tú te quedaste leyéndolo mientras yo me fui a (intentar) dormir —con la luz prendida... ¡Chess!—.

Sábado de Gloria

4.30 a. m. No sentía mis piernas. Con gran esfuerzo, logré levantarme, ya que tenía que ir a PeruRail a comprar los pasajes para volver (a Ollantaytambo) en el tren de las 2.30 p. m. Bien abrigado, caminé las tres cuadras hasta sus oficinas, y ya había cola. Cerca de las 5.15 a. m, llegué a la boletería y solo quedaban tickets "intermedios" —lo que significaba que no iríamos sentados, sino en el "medio" de los asientos— (igual a 10 soles cada uno)... "¡Es parte de la aventura!", pensé.

Volví a dormir un rato más, y cerca de las 8 a. m., te desperté. Tampoco sentías tus piernas. A pesar de eso, nos cambiamos rápidamente, ya que debíamos subir a la ciudadela antes de las 10 a. m.: ¡ese día nos tocaba subir el Huayna Picchu!

Era una mañana fresca y todavía ligeramente nublada. Fuimos a desayunar al Mercado Central (pan con queso, pan con huevo y 2 jugos; todo por 12 soles), y nos dirigimos a la estación de buses, allí nomás a cuatro cuadras.

Ya eran casi las diez. Llegamos con las justas al control de ingreso, mostramos nuestras entradas; y al vernos apurados, nos dijeron que fuéramos tranquilos porque podíamos presentarnos en la caseta de control del Huayna Picchu hasta las once. Más tranquilos, fuimos a paso lento por el sector Este de la ciudadela, hasta llegar a la Roca Sagrada. No había mucha cola, felizmente; nos registramos en el padrón de visitantes e iniciamos la subida.
Normalmente, una persona con las piernas 100% operativas no tendría ningún problema en escalar la emblemática montaña, pero "gracias a la dueña del hospedaje" —como decías tú—, nos dolían las piernas. Luego de cruzar la lengua de tierra que conecta la falda del cerro Machu Picchu y el Huayna Picchu, comenzó la difícil subida hacia la cima. El camino era empinado y estrecho, y en varios tramos, las escalinatas de piedra estaban al borde mismo de la pared vertical de roca.

Yo iba adelante, mientras tú sufrías y renegabas unos metros más atrás; pero cada 15 minutos, nos sentábamos a descansar, y luego continuábamos ya recargados. En plena subida, me encontré con un compañero de trabajo, Gonzalo Pinto, que ya iba de bajada, acompañado de su enamorada: —¡Te falta como mierda! —me dijo muy lindo él.

Cerca del mediodía, llegamos a las construcciones incas, bastante cerca de la cima. Tomamos algunas fotos —la vista era simplemente espectacular—, y a pesar de que querías "tirar la toalla", prácticamente tuve que obligarte a seguir. Finalmente, siendo casi las 12.30 m., llegamos a los 2,667 m.s.n.m., donde ya no había más que escalar. Una piedra enorme en forma de trono —la "Silla del inca"— era lo único que había entre nosotros y el cielo: ¡Lo hicimos!
 
Una hora más y ya estábamos abajo, nuevamente; y mientras caminábamos hacia el control de ingreso de la ciudadela, sé que ambos ya extrañábamos Machu Picchu. Descendimos a Aguas Calientes en bus —obviamente—, fuimos al hospedaje a sacar nuestras cosas, y antes de partir, teníamos que pasar por el Mercado Central: por la mañana, habíamos visto que ese día iban a preparar chicharrón (a 18 soles el plato para dos)... ;)

Tomamos el tren de las 2.30 p. m.; y efectivamente, tuvimos que ubicarnos en el "medio" de los asientos. Tú ibas feliz, leyendo tu libro "Los Juegos del Hambre", mientras yo trataba de buscar algún punto de apoyo, de pie, para descansar alguito. Llegamos a Ollantaytambo a las 5.00 p. m.; allí sucedió algo muy curioso: te reencontraste con tu felina amiga Molly, muy cerca de la terminal del tren. Tomamos una buseta hacia el Cusco (10 soles por persona); y a las 6 p. m., ya estábamos llegando al "ombligo del mundo", nuevamente.
El tío-tatarabuelo Juani había hecho una cuasi-reserva (solo por una noche) para nosotros en un hospedaje en el barrio de San Blas, a pocas cuadras de la Plaza de Armas. Gracias a mi compañero de maestría, Óscar Holguín, que precisamente se encontraba en el Cusco, nuestra habitación ya estaba separada (35 soles la noche, dos camas y baño privado). Fuimos para allá, nos instalamos, y con las mismas, fuimos a cenar pollo a la brasa, con Oscar y su familia. Cerca de las 10 p. m., nos retiramos a descansar del árduo y trajinado día.

Domingo de Pascua

Era nuestro último día en Cusco. Nos despertamos a las 8 a. m., aún hacía frío y no queríamos despegarnos de nuestras frazadas. Me contaste que la noche anterior te habías quedado despierta hasta terminar tu libro; estabas muy emocionada y ya querías conseguir la secuela —"En llamas"—. Luego de un ratito, nos levantamos para bañarnos y alistar las mochilas.

Dejamos el hospedaje, con rumbo hacia el Mercado Central para tomar nuestro último desayuno del viaje (un jugo y dos panes con queso, por 8 soles). Nuestro vuelo de regreso a Lima salía a las 11.50 a. m.; no obstante, ambos sabíamos que no podíamos dejar Cusco sin hacer algo.

¡¡Taxi!! Por cuatro soles nos dejó en la Plaza de Armas, afuera de la Catedral Basílica de la Virgen de la Asunción. Habíamos estado allí mismo hacía doce años atrás; nos ubicamos estratégicamente; y con la ayuda de un transeúnte "buena gente", lo hicimos:
Para mí, fue un viaje maravilloso; jamás lo olvidaré. Quizás me haya excedido con minucias y detalles al narrar esta crónica, pero quería evitar que estos maravillosos momentos se transformen, con el tiempo, en efímeros recuerdos. Siento que esa aventura nos unió de maneras inexplicables y que a pesar de que vendrán momentos difíciles como parte de tu crecimiento y búsqueda de tus propias historias, talvez este relato de nuestras andanzas por el Cusco nos ayuden a aliviar y perdonar impulsividades, impaciencias e intransigencias en el futuro.

Y si en algún momento te agobian los sinsabores de la vida, o sientes nostalgia por épocas mejores —menos complicadas—, intenta animarte volviendo a la Ciudad Sagrada de los Incas con tu padre, al menos por un rato. Aquí te esperaré... siempre.

Comentarios

Jade McFly dijo…
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