Oliver y Kyara

Desde hacía varias semanas, extraños y breves pensamientos irrumpían en la mente de Oliver. La sensación de ansiedad era inevitable; y de pronto, como si una fuerza sobrehumana arrasara con todo lo que tenía frente a él, se quedaba allí mismo, en una fría y solitaria penumbra. Estos espasmos, cada vez menos espaciados, le habían alterado el orden de las cosas; ese orden al que se había acostumbrado a través de los años.

A sus treinta y tres, se rehusaba a planear, a proyectar su futuro más allá del momento; vivía conforme se iban abriendo y cerrando las puertas, sin metas que alcanzar o retos por qué luchar. Tenía un buen trabajo, y no veía la necesidad de crecer profesional o académicamente. De alguna manera, confiaba en que su porvenir —y el de su familia— estaba asegurado por el designio divino. Sin mayores aspiraciones económicas, era feliz.

Kyara era su mundo, su universo, la estructura sobre la que había configurado su vida. Llevaban siete años de casados, y aun cuando sabía que su matrimonio no era perfecto, sostenía para sí la firme convicción de que hacía feliz a su mujer y de que ella le amaba con la misma intensidad. Para los ojos de Oliver, Kyara era verdad y devoción. Estaba enamorado.

Las pequeñas imperfecciones en el cuadro conyugal las aliviaba Camile, su hija. La inocencia y ternura de la niña de cinco años, proyectada sobre Kyara, parecían difuminar cualquier alteración a la normalidad de la dinámica familiar. La pequeña le pintaba las estrellas del firmamento; pero con el tiempo, la atención hacia ella había ido mermando la dedicación hacia su mujer. La situación pasó desapercibida al principio, se convirtió en rutina; y sin darse cuenta, Oliver y Kyara dejaron de ser compañeros, luego cómplices, luego amantes.

Una noche después del trabajo, Oliver llegó temprano a casa; Kyara aún no había llegado. Después de un rato de estar con la niña, intentó comunicarse con su esposa al teléfono móvil, pero no tuvo éxito. Asumió que quizás estaba ocupada en alguna reunión en la oficina y que llegaría tarde —lo usual en las últimas semanas—, así que dispensó a la empleada doméstica y se dispuso a cenar con Camile. Volvió a timbrarle, luego de la cena, pero Kyara aún no contestaba. Comenzó a preocuparse.

Cerca de las nueve y media, finalmente llegó; Oliver la abordó apenas cruzó la puerta de la casa:
—Te estuve llamando. ¿Qué pasó?
—Estaba con Roger, ¿lo recuerdas?, mi amigo del trabajo. Acaba de comprarse un coche nuevo y me invitó a dar una vuelta.
—¡A dar una vuelta! ¿Y por qué no contestabas? —le preguntó elevando el volumen de su voz.
—Quería contártelo acá en casa. Sabía que si te lo decía por teléfono te ibas a molestar. ¡Fíjate nomás cómo te pones!
—¡¿Qué querías?! ¡¿Que me ponga a saltar en un pie?!
—Mira, yo no he hecho nada malo. Si te lo cuento es obvio que no tengo nada que ocultar... ¡Pero ya sé que nunca más te debo contar este tipo de cosas!
—¡¿Perdón?!

En ese instante, la pequeña Camile llegó a la sala, donde estaban ellos; pero al verlos discutir y vociferar, se puso a llorar abrazada fuertemente de su madre. Oliver miró fijamente los ojos de Kyara durante unos segundos, como buscando las respuestas que no quería escuchar, y luego salió a la calle, enfurecido. Mientras caminaba hacia ninguna parte, en medio de su fría y solitaria penumbra, sacó su cajetilla de Kent; y mientras exhalaba el humo tibio del primer cigarrillo, casi podía sentir cómo le quemaba el alma.

Luego de un rato, comenzó a pensar "Pero qué estoy haciendo.... ¡Qué me sucede!... Está siendo honesta conmigo, y yo... no debí tratarla así". Oliver tampoco no podía quitar de su mente la mirada asustada de su hija. Se sentía muy apenado por la forma como había manejado la situación. Calculó el tiempo como para que ambas ya estuviesen dormidas, y arrepentido volvió a casa.

Cuando entró a su habitación, la tenue luz de la noche iluminaba sutilmente la tez de su mujer, quien yacía profundamente dormida. Al verla, Oliver quedó embelesado; y sintió una paz interior que le disipó todas las dudas. Se acercó a darle un beso en la frente, y luego se acostó dándole la espalda; al poco rato se durmió. En la madrugada, una voz suave y familiar le despertó:
—Hazme el amor...

The Brave Geraint (Geraint and Enid) por Arthur Hughes (1860)

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